Creo que el primer paso para una solución realista del problema de las drogas en el mundo es reconocer el fracaso de los métodos con que se están combatiendo. Son esos métodos, más que la droga misma, los que han causado, complicado o agravado los males mayores que padecen tanto los países productores como los consumidores.
Ha habido tiempo de sobra para comprobarlo. En realidad esos métodos fueron impuestos por el presidente Ronald Reagan en 1982, cuando proclamó la cocaína como uno de los Satanes más útiles para su política de seguridad nacional, y le declaró la guerra armada. El presidente Bush había de continuarla, y de llevarla a sus extremos con las tentativas constantes de involucrar a Cuba en el tráfico de drogas y la invasión de Panamá para secuestrar al general Noriega.
Al cabo de 11 años hay razones de sobra para creer que ambos presidentes sólo pensaban en los intereses de sus gobiernos y que su guerra contra la droga no ha sido mucho más que un instrumento de intervención en América Latina, como tantas veces lo han sido ciertas ayudas económicas y humanitarias, o la defensa de los derechos humanos.
En Colombia la primera acción de esa guerra fue revitalizar un tratado de extradición que había sido firmado entre los dos países atrás para combatir el cultivo y tráfico de marihuana, y que nunca se había puesto en práctica. Al mismo tiempo, la embajada norteamericana en Bogotá empobreció la lengua castellana con un neologismo: narco-guerrilla.
Con esa divisa publicitaria, y a la sombra del tratado, Estados Unidos podían demostrar que narcotraficantes y guerrilleros eran la misma cosa, y por consiguiente podían mandar tropas a Colombia con el pretexto de combatir a los unos y apresar a los otros. Llegado el caso, cualquier colombiano podía ser extraditable.
La guerra contra la droga entró de inmediato en contradicción con la política de paz del nuevo presidente de entonces, Belisario Betancur, que inauguró su Gobierno con una propuesta de perdón y olvido a las guerrillas. Fue un soplo de esperanza para los anhelos de paz de una nación castigada por una guerra interna de más de 30 años.
Los traficantes de cocaína, contra quienes no había aún cargos graves, se apresuraron a responder sin ser llamados. Ofrecieron al nuevo Gobierno retirarse del negocio, desmantelar sus bases de procesamiento y comercialización de la cocaína, repatriar sus enormes capitales e invertirlos en el país con todas las de la ley. Ni siquiera aspiraban a la amnistía general propuesta por el Gobierno a las guerrillas. Sólo querían ser juzgados en Colombia sin que les fuera aplicada la extradición. El presidente Betancur, en privado, consideró que la propuesta era estudiable dentro de su política de paz.
Toda posibilidad de acuerdo fracasó en el embrión, por un sabotaje evidente que lo descalificó antes de tiempo e intimidó a la opinión pública con versiones alarmistas. Nadie puso en duda que detrás de aquel fracaso fulminante estaban los intereses de Estados Unidos, pero el Gobierno de Colombia se vio obligado a negar cualquier participación en el acuerdo. La única opción contra la droga, a partir de entonces, fue la guerra santa del presidente Ronald Reagan.
Los sucesivos gobiernos de Colombia impidieron el envío de tropas norteamericanas para luchar al mismo tiempo contra el tráfico y las guerrillas. Pero la intolerancia se impuso sobre cualquier otra alternativa. El resultado, al cabo de 11 años amargos, es la delincuencia a gran escala, el terrorismo ciego, la industria del secuestro, la corrupción generalizada, y todo ello dentro de una violencia sin precedentes. Una droga más perversa que las otras se introdujo en la cultura nacional: el dinero fácil, que ha fomentado la idea de que la ley es un obstáculo para la felicidad, que no vale la pena aprender a leer y a escribir, que se vive mejor y más seguro como sicario que como juez. En fin, el estado de perversión social propio de toda guerra.
Los países consumidores, por supuesto, sufren por igual las graves consecuencias de esa guerra. Pues la prohibición ha hecho más atractivo y fructífero el negocio de la droga, y también allí fomenta la criminalidad y la corrupción a todos los niveles.
Sin embargo, los Estados Unidos se comportan como si no lo supieran. Colombia, con sus escasos recursos y sus millares de muertos, ha exterminado numerosas bandas y sus cárceles están repletas de delincuentes de la droga. Por lo menos cuatro capos de los más grandes están presos y el más grande de todos se encuentra acorralado. En Estados Unidos, en cambio, se abastecen a diario y sin problemas 20 millones de adictos, lo cual sólo es posible con redes de comercialización y distribución internas muchísimo más grandes y eficientes. Sin embargo, ni un policía de Estados Unidos está preso por tráfico de droga, ni un guardia de aduana ni un vendedor callejero, y ningún capo ha sido identificado.
Puestas así las cosas, la polémica sobre la droga no debería seguir atascada entre la guerra y la libertad, sino agarrar de una vez al toro por los cuernos y centrarse en los diversos modos posibles de administrar la legalización. Es decir, poner término a la guerra interesada, perniciosa e inútil que nos han impuesto los países consumidores y afrontar el problema de la droga en el mundo como un asunto primordial de naturaleza ética y de carácter político, que sólo puede definirse por un acuerdo universal con los Estados Unidos en primera línea. Y, por supuesto, con compromisos serios de los países consumidores para con los países productores. Pues no sería justo, aunque sí muy probable, que quienes sufrimos las consecuencias terribles de la guerra nos quedemos después sin los beneficios de la paz. Es decir: que nos suceda lo que a Nicaragua, que en la guerra era la primera prioridad mundial y en la paz ha pasado a ser la última.
Gabriel García Márquez, en Cambio16, 29 de noviembre de 1993, págs. 67-68
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